Libertad y autoridad, la búsqueda del equilibrio.

En numerosas ocasiones me encuentro con que es fácil confundir autoridad y autoritarismo. 

Yo misma lo he llegado a confundir y parece que hay padres y madres que lo tienen claro, otros que creen que lo tienen claro, y otros que no lo tienen claro en absoluto, y otros que deciden hacer lo que pueden por “sobrevivir”.

El caso es que yo he decidido investigar a fondo este problema, porque creo que se trata de algo importante. 

Entender quién eres como figura adulta delante de tu hijo o tu hija es importante para generar el vínculo adecuado que apoye su desarrollo, y la autoridad o la falta de ella es un factor crucial para generar según qué tipo de relaciones seguras con el mundo.

 

Lo primero que me encuentro como raíz del problema es que muchos padres o madres no saben qué hacer cuando sus hijos se “portan mal” (lo pongo entrecomillado porque es un término confuso, también, sobre todo para los niños, y ambiguo para los adultos). 

¿Están los límites claros? 

¿Esa conducta es necesaria y forma parte del desarrollo del niño? 

¿Se debe permitir? 

¿Qué hago? 

¿Le grito? 

¿Le permito? 

¿Le explico? 

¿Y si no quiere? 

¿Qué pasa si le he explicado muchas veces y no funciona? 

¿Debería castigar? 

Si acabo castigando, ¿cómo de malo es para mi hijo o mi hija? 

No quiero ser un padre autoritario… pero ¿cómo hago para que me obedezca?

Este problema puede llegar a la época adolescente, en la que, si no hemos conseguido definir bien nuestra posición, podemos llegar a sentir que el problema se agrava, que los vemos perdidos, que podemos llegar a perder el vínculo con nuestro hijo o hija, y que ya es tarde para recuperarlo. 

Por eso es tan importante entender el concepto de autoridad, y saber cómo posicionarse ante ello.

Vale, entonces, vamos por partes:

¿Qué es la autoridad y el autoritarismo?

 

La Real Academia Española tiene varias definiciones para la palabra “autoridad”, pero éstas son las tres primeras:

  1. Poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho.
  2. Potestad, facultad, legitimidad.
  3. Prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia.

 

Pongamos, que por un lado se trata de “ejercer el mando”, o sea, mandar. La autoridad es un “poder”. Si eres la autoridad, ejerces el poder porque puedes o porque debes.

Al mismo tiempo, se define como una “potestad” o “legitimidad”. O sea, que se tiene derecho, o que, según las normas o leyes, es legítimo. Si dices algo con autoridad, es que está basado en un sistema que te lo permite..

Y por otro lado, se trata de una persona o institución reconocida, porque sabe más o porque es buena en algo. Por ejemplo, la RAE tiene autoridad para decidir si la palabra “guay” entra o no en el diccionario, y en qué condiciones. Y no se hable más.

Hay más definiciones, pero no me quiero extender…

El caso es que en todas las definiciones, por un lado o por otro, la autoridad acaba siendo un poder. 

Algo que decide, que manda, que dirige y marca los límites. 

Esto sí y esto no. Esto de esta forma y aquello de la otra. Ahora o luego. 

Porque lo digo yo, porque creo que es lo mejor o porque estoy siendo apoyado por una autoridad superior o un sistema (en el caso de la policía, esta se apoya en las leyes vigentes, o decisiones judiciales)

Bien, ¿y qué pasa con el autoritarismo?

 

La RAE, de nuevo, viene en nuestra ayuda:

  1. Actitud de quien ejerce con exceso su autoridad o abusa de ella.
  2. Régimen o sistema político caracterizado por el exceso o abuso de autoridad.

O sea, que el autoritarismo es una forma de hacer las cosas: alguien (o algo) que tiene autoridad, decide abusar de ella, o ejercerla demasiado. 

Es decir. Por un lado tenemos la autoridad, que es en sí, el poder, y por otro lado el autoritarismo, el poder mal ejercido.

 

Hablando en términos de “bueno” y “malo” (cosa que no me gusta hacer, pero que usaré aquí para simplificar las ideas), entendemos que el autoritarismo es “malo” y la autoridad… ¿es buena o mala?

El caso es que el poder en sí mismo, la autoridad, no es buena ni mala. Símplemente, es. 

Mucha gente cree que la autoridad es mala, negativa o dañina. Pero en realidad el problema está en cómo se lleve a cabo o cómo se utilice. 

Es un poder, sin más. Es como la electricidad. También tiene poder. Poder para ofrecer energía a miles de posibilidades, o para matar a alguien. Pero en sí misma, no es mala.

Otro ejemplo, más encaminado a lo que tratamos aquí. Si eres un policía, tienes poder. Se supone que ese poder se te ha sido concedido para proteger, o para impedirle a alguien hacer algo que puede dañar. Digamos, tienes autoridad.

Si como policía, decides utilizar tu arma para atracar a un pobre ciudadano que no tiene cómo defenderse de tí, estás abusando de tu autoridad. 

Llevándonos estas definiciones y ejemplos al mundo educativo… 

Digamos que tú, como padre o madre, tienes autoridad (tomas decisiones sobre tus hijos, qué se puede o no se puede hacer, proteger, permitir o impedir ciertos actos), si lo ejerces mal o abusas de ello, estás siendo autoritario.

 

La autoridad en sí misma, como el poder, no es bueno ni malo. Sólo depende de cómo se use.

Por otro lado, muchos padres o madres tienden a pensar que ser autoritario hace a los niños más educados, con mejor disciplina y comportamiento. 

El caso es que desde fuera puede parecer que es así, que esos niños obedecen más, son amables, que se adaptan y aceptan rápidamente lo que se les dice. 

O sea, que son más manejables. 

Y todo esto puede parecer algo bueno, pero en el fondo y a largo plazo suelen surgir consecuencias, entre las que se encuentran la inseguridad, la falta de autoestima, sentimientos de inferioridad, falta de confianza para expresarse, desvalorización, dificultades para establecer vínculos con los demás, generan desconfianza y pueden tender a la ira, a la depresión y a la dependencia.

Estamos de acuerdo en que no queremos esto para nuestros hijos, ¿verdad?

Precisamente por eso, surge el nuevo problema. No queremos ser demasiado autoritarios porque sabemos las consecuencias, o incluso las hemos vivido. 

Hemos pasado por normas como forma de coacción para que hiciéramos lo que se esperaba de nosotros, amenazas y prohibiciones. Lo que nos puede llevar a evitar todo tipo de actitud de autoridad por miedo a estar perjudicando a nuestros hijos.

Tenemos miedo. Miedo de ser demasiado duros, miedo de poner normas demasiado estrictas, miedo de no saber dónde está la línea, miedo a que se enfade con nosotros, de generar conflicto, de perder el control, y de estar dañándole con todo esto. Miedo a no ser el padre o la madre cariñosa que queremos ser, o a que ellos no reciban todo el amor que merecen.

 

Y empezamos a ser permisivos, pero tampoco queremos serlo del todo, porque nuestros hijos no pueden hacer lo que les dé la gana todo el día. Entonces empezamos a explicar y a pedir que entiendan, y a explicar de nuevo, y pedir que por favor razonen, y a convertirnos en sus amigos, y perder la energía y la paciencia, porque los niños utilizan esto para presionar y conseguir lo que quieren, y se convierten en maestros de los vacíos legales… Y acabamos volviendo al «no, porque no». O «esto, por que sí». O «hazlo si no quieres que te castigue», o peor, al engaño.

Todas estas idas y venidas, dudas y mareos  con respecto a la figura de autoridad paternal generan inseguridad, lo que hace que nuestra figura adulta se tambalee. 

 

Los niños notan esto. Si la figura adulta se tambalea, ellos se tambalean y se pierden. Y aquí tenemos un nuevo problema.

¿Cómo solventamos todas estas dudas? ¿Qué debemos hacer?

Aquí, de nuevo, como siempre, la respuesta está en el niño.

En entender lo que necesita.

Parece fácil, ¿verdad? “entender lo que necesita”. Supuestamente ya sabemos lo que necesita, pero el desarrollo infantil es mucho más complejo de lo que parece, aunque fascinante.

Rebeca Wild viene en nuestro rescate.

Para entender lo que un niño necesita con respecto a la autoridad, nos habla en sus libros de los límites, y cómo éstos forman parte de la vida, justamente para protegerla.

 

Por ejemplo, la piel en sí misma es un límite, y está para proteger los músculos, la circulación y otras funciones. La célula original también tiene una membrana, sin la cual no podría diferenciarse a sí misma del exterior ni, lo más importante, protegerse.

Nuestra casa también tiene un límite. No podemos atravesar la pared y seguir llamándolo hogar, sin embargo, son esos gruesos muros lo que hace que nos sintamos seguros dentro de ella.

Estos límites que generan seguridad en el marco físico, también existen en el emocional y el cognitivo. 

Hace falta que yo entienda mis límites en cuanto a emociones y pensamiento para entender dónde y cómo estoy segura en comparación a la emoción de otro o su pensamiento, que podría también herirme. Qué forma parte de mí misma y qué no. Si el pensamiento de otro puede llegar a ser propio o no.

Por tanto, los niños han de aprender a vivir con estos límites, porque forman parte tanto de nuestra sociedad, como de la vida. Dentro de estos límites, los niños pueden desarrollarse de forma segura. 

Es importante entender que los límites están para cuidar. Si le pido a mi hijo o a mi hija que se quede dentro de casa conmigo, es precisamente porque fuera de ella no puedo cuidarle. Están para generar un contexto seguro, dentro del cual, se puede desarrollar la vida o el crecimiento.

 

Estos límites, en última instancia, se apoyan en una autoridad. Aquí es cuando volvemos a nuestro concepto principal, y a la duda que nos planteamos. Los niños necesitan aprender de estos límites, y por tanto necesitan una figura de autoridad que se los indique, y les proteja. 

¿Y qué pasa si no marco límites con autoridad?

Sin límites claros en nuestra vida, en muchos aspectos, nos sentiríamos inseguros. 

Si nos dijeran que en nuestra sociedad absolutamente todo está permitido, no viviríamos tranquilos, porque en cualquier momento cualquier persona tiene permitido hacerme daño, o no entenderíamos cómo situarnos dentro de un espacio o contexto. Sentiríamos una tensión constante.

Esto es lo que le pasa a los niños que crecen sin límites, o sin una figura de autoridad sana y bien posicionada. Sienten que el terreno que pisan no es seguro y el marco de referencia al que acogerse no existe. 

 

Y esta inseguridad suele derivar en falta de tolerancia a la frustración, exigencias, falta de responsabilidad y por supuesto, autoestima débil. Tienden a pensar que siempre tienen la razón, a enfadarse, y suelen tener una fuerza de voluntad muy debilitada.

Vale, tampoco queremos todo esto para nuestros hijos, ¿verdad?

Bien, entonces, si no queremos caer ni un extremo ni en el otro, la siguiente duda que nos surge es: ¿cómo encuentro ese equilibrio? ¿cómo sé si estoy siendo demasiado autoritario, o demasiado permisivo? (La pregunta que llevas esperando todo el artículo)

Obviamente, cada familia pone la línea en un sitio distinto, y esto depende de nuestros valores aprendidos, de nuestra experiencia vivida con nuestros propios padres o con otras figuras de autoridad, y también nuestra propia vivencia con los límites. Cada familia ve el mundo de una forma, y recoge su figura de una forma distinta.

Sin embargo, hay un par de factores que nos pueden ayudar si no tenemos claro cómo situarnos:

 

El primero consiste en entender las necesidades que tiene el niño o la niña que tienes delante, y proponer un ambiente que permita satisfacer todas esas necesidades. 

Si yo tengo un lugar para correr, para pintar, para aprender, para tocar cosas, para jugar, para pensar, para hablar con alguien, para descansar, para comer, para autoafirmarme y para sentirme querido, siempre que lo necesite, no necesitaré buscarlo fuera de los límites que me marques.

 

Por lo tanto, si tu decides que todos los días se han de cumplir un montón de normas arbitrarias que suponen tiempo y esfuerzo para un niño, y que no satisfacen sus necesidades vitales, la situación puede derivar en que se salte ciertas normas, límites o se revele, lo cual puede llevar a que tu tomes una postura más autoritaria de lo que toca y empiezas a restringir más libertades aún para asegurarte de que todo se hace como tú quieres.

Lo cual nos lleva al siguiente factor a tener en cuenta: la finalidad de los límites que propones. 

Sabes que has salido de tu autoridad sana cuando la estás utilizando para algo que no es cuidar. Estás intentando mantener el control sólo porque tú lo quieres, o intentas “enseñar” algo en el proceso. 

Ni los límites ni la autoridad están para controlar o enseñar. Están para generar un ambiente que permita satisfacer todas esas necesidades. Si no entendemos estas necesidades, es difícil que nuestra figura de autoridad sea la correcta.

 

Al comprender esto, sabremos cuándo ofrecer libertad y cuándo no, y en qué términos. 

Si entendemos que ciertas libertades o ciertas peticiones no están para satisfacer sus necesidades vitales (por ejemplo, “quiero desayunar gominolas”), no seremos permisivos, pero permitiremos otras que sí están dentro de ellas (“quiero desayunar contigo”), y marcaremos los límites para que se desarrollen de forma segura.

Otro factor que entra en juego a la hora de situarte como figura de autoridad es tu propia seguridad personal. 

Respetarse a uno mismo, conocerse, entender tu lugar, tu rol y sentirte seguro dentro de él. 

Establecerse dentro de las decisiones tomadas con claridad y con la convicción de que es lo adecuado, y estar dispuesto a asumir las consecuencias, que a veces, pueden ser rabietas o conflictos, o incluso equivocarse. 

Cuando una figura de autoridad tiene las cosas claras, marca límites suficientes y claros. Y si los límites están claros, un niño o una niña se siente seguro con ello. Entiende dónde está y entiende su mundo.

 

Y se pueden explicar los límites, sí. Argumentarlos ayuda a que los niños los entiendan y los cumplan, pero no ha de ser la base en la que se sustenten tus normas. 

Porque si se entra en la lucha de argumentos, de por qué sí y por qué no, se pierde la claridad y la seguridad de lo que puede ser y lo que no puede ser.

El límite se ha de sustentar en la autoridad, y no en el argumento, independientemente de que decidas explicárselo o no.

 

Establecer límites genera de por sí frustración y conflictos. Y como figuras adultas debemos ser capaces de sostener ambos. 

Muchos padres y madres evitan la frustración de sus hijos o los conflictos por cansancio, por no sentirse capaces o por evitarles a ellos pasar por ese dolor. 

Acaban claudicando o siendo permisivos, para luego recular después, y volver a los límites y a una autoridad tambaleante e insegura.

Pero hay un último factor, sin el cual sería muy difícil posicionarse.

El amor.

El vínculo que tienes con tu hijo o con tu hija. 

Y cuando hablo de amor no hablo en general de un término romántico, sino de un respeto, una valoración, ver a tu hijo o a tu hija desde una diferenciación de ti misma. 

Entender que necesita ser visto, entendido, escuchado y estar disponible para él si lo necesita. Necesita saber que se le ama y se le quiere porque sí, por quién es, por ser niño, o niña, y que ese amor no va a estar condicionado, ni conlleva una dependencia, ni una necesidad no satisfecha del adulto. 

 

Un amor sano, real y explícito.

Cuando todo esto se da, cuando tu hijo o tu hija se siente amada de verdad, es más fácil que entienda que esos límites y esa autoridad no están porque sí, sino para cuidar de él o de ella.

 

No olvides olvidar por completo todos los consejos que te doy en este artículo si tus hijos demandan otro tipo de camino.

Escúchate y escúchalos, siempre, a ellos antes que a mí o a cualquiera.

Un besazo enorme

/Rocío

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